El Fénix

La florería rebosaba de género recién arreglado. La frescura del aire y su penetrante aroma hacía del local un lugar muy especial en el que pasar un rato. Eloisa arrastraba a su madre por la tienda, correteando de los acapulcos a los jazmines, de los narcisos a los tulipanes, como una abeja en primavera.

—¿Qué tal éste? —preguntó de nuevo a su cansada acompañante— ¿Te gusta, mamá?

La señora Bouffard forzó una sonrisa. No todos los días una salía de casa para acompañar a la primogénita de la familia a elegir el ramo que llevaría en el altar. Tres semanas de preparativos, compras y largos paseos por los escaparates de la ciudad estaban a punto de acabar con ella. A pesar del agotamiento su hija no se merecía una queja o una mala cara. Y lo que era innegable es que el ramo de rosas y gerberas era precioso.

—Maravilloso —afirmó—. Estás deslumbrante con él.

—¿De verdad, no lo dices por decir? —preguntó buscando un espejo en el que poder verse reflejada junto al conjunto de flores.

—De verdad. Estoy convencida de que ese es tu ramo.

Por el rabillo del ojo, la joven prometida percibió un resplandor que atrapó su atención. Dejó el ramo en las manos de su madre como si de un juguete viejo se tratase, y se dirigió a un hermoso canasto de claveles y azucenas recién elaborado. Al llegar junto a él tuvo que agarrarse con fuerza del borde de la cesta de mimbre para no caer cuando las piernas le fallaron. Durante un instante quedó muda, profundamente impresionada por lo que estaba ocurriendo ante sus ojos. Al rato voceó como nunca antes lo había hecho:

—¡El Fénix!

La voz de Eloisa se ahogó en el silencio que provocaron sus palabras. Su madre se giró hacia ella, con los ojos abiertos como platos. La dueña de la florería hizo lo propio, y sus manos olvidaron la tarea que desempeñaban, dejando caer las tijeras al suelo. Todas las personas que había dentro de la tienda dejaron lo que estaban haciendo para buscar con la mirada el Fénix con el que siempre habían soñado. Eloisa se inclinó sobre las flores, bañadas de oro por el resplandor. Quería estar lo más cerca posible sin llegar a perturbar la volátil naturaleza del fenómeno.

—¡El Fénix, el Fénix! —comenzaron a gritar los clientes que se agolpaban en torno a la futura novia y a su madre.

Algunas flores cayeron al suelo, empujadas por los golpes de la gente al pasar casi corriendo junto a los estantes y vitrinas. Desde la calle se escuchaba el tumulto y los gritos de la histeria exaltada, como una ola arrastrando rocas en el acantilado. Algunos transeúntes se pararon frente al escaparate, colmado de colores, y escudriñaron entrometiendose en lo ajeno con impunidad. Aún se escuchaban exclamaciones aludiendo al prodigio. Como resultado, los paseantes entraban en la florería como hambrientos arrojándose sobre un banquete.

En pocos minutos la multitud bullía en torno a Eloisa, que trataba de proteger al Fénix, amedrentado bajo las hojas de las azucenas. La muchacha estaba subida a la mesa en la que se encontraba el canasto de flores, y en la postura en que los perros se tienen en pie protegía la fuente de rayos solares con su cuerpo encorvado. Su madre, trataba en vano de disolver la enfurecida masa de gente que hacía cada vez más fuerza por vislumbrar siquiera un solo destello del diminuto sol alado.

La calle era un torrente de gente que manaba con ímpetu de las calles adyacentes a la tienda. El aforo del local hacía tiempo que había sido superado. Pronto, los que trataban de presenciar lo inesperado no tuvieron más suelo libre para pisar. La florería se había transformado en un enredo de plantas muertas, cristales rotos, astillas de madera y un magma humano embravecido por los acontecimientos.

En la puerta, unos trepaban sobre los otros, caminando a duras penas sobre los cientos de personas que les habían precedido. Algunos se encaramaban a las lámparas, las columnas y los altos de las estanterías que aún seguían en pie. Otros, trataban de nadar sobre el oleaje, lanzando manos y pies de cualquier manera. Lo que fuera con tal de alcanzar al Fénix, que aún lucía bajo el cuerpo de Eloisa, abrasándolo.
Y súbitamente, justo antes de que la tienda estallara en mil pedazos como un acuario resquebrajado, el Fénix se evaporó, dejando tras de sí deshilachados vapores dorados que se disiparon en el aire para siempre.

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