
Inicio esta entrada en el diario con el título “Día 6” porque creo que ha pasado una noche desde que tuve el accidente, pero no puedo asegurarlo. El coche está destrozado y el reloj del cuadro de mandos se ha apagado, junto con el resto de indicadores. Así que estoy destinado a predecir el paso del tiempo según mi propia intuición. Las comodidades tecnológicas se alejan de mi cada vez más.
Me desmayé tras el accidente y cuando he recobré el conocimiento hace unas horas, el cielo aún seguía enrojecido. No sé si he dormido o si he estado desmayado durante todo ese tiempo, la verdad es que tampoco sé cual es la diferencia, pero tengo la sensación de que ha pasado mucho tiempo. Pero como digo, son todo suposiciones, no tengo forma alguna de saber la hora ni el día en el que estoy. Siento como si el suelo sobre el que se apoya mi nueva vida se fuera desintegrando, baldosa a baldosa. Cada día que pasa existen menos baldosas sobre las que sentirme a salvo. No puedo evitar pensar en lo que ocurrirá cuando desaparezca la última. ¿Acaso caeré en el interior de un pozo sin fondo? ¿Qué diablos significa eso? Un pozo sin fondo es sólo un concepto, una idea sin sentido, sin correspondencia en el mundo real. Aunque la palabra “real” empieza a perder su significado. Me pregunto si alguna vez lo tuvo.
Han ocurrido demasiadas cosas que me hacen dudar de la realidad. Incluso dudo acerca de si estoy vivo. Lo que describiré a continuación es lo menos real que me ha pasado en toda mi vida, y si hubiese alguien a quien poder contárselo, sería imposible que me creyese. Incluso si me encontrase a mí mismo y me contase lo que ahora estoy viendo con mis propios ojos, estoy seguro de que no me creería. Estoy empezando a tener razonamientos muy extraños. Mientras escribo me doy cuenta de lo perturbado que me encuentro. Nunca antes habría imaginado supuestos tan extravagantes como los que estoy a punto de relatar.
Otra vez ese poderoso deseo de desaparecer, de desconectar mi mente. No me reconozco en muchos sentidos y eso me hace preguntarme si realmente soy yo quien escribe estas palabras o si son producto de un delirio o un estado alterado de conciencia. Probablemente nunca lo sabré. Creo que camino hacia mi muerte.
Puede que el choque que he sufrido me haya provocado daños cerebrales o que esté sufriendo una conmoción. Aunque no tengo ninguna herida ni siento dolor alguno. No tengo que olvidar que antes de tener el accidente ya era todo muy extraño. Si tuviese un botón implantado en mi cabeza con el que pudiese apagarme lo pulsaría sin dudarlo.
Otra vez una frase que si leyese no reconocería como mía. Esto me agota. No creo que pueda soportar vivir así durante mucho tiempo. Me doy cuenta de cómo al analizar todo lo que ocurre siempre llego a la misma conclusión. Tengo deseos de desaparecer, de suicidarme. Soy un cobarde, un ser débil. Incapaz de enfrentarme a los reveses de la vida. ¿Es posible que esté desprovisto del instinto de supervivencia? Creía que era algo innato en todos los seres vivos. ¿Es posible que sea yo la excepción? Precisamente la última persona viva en el mundo es la única que no ama la vida por encima de todo, ¿es eso posible? Si los que han desaparecido pudieran leer estas palabras me crucificarían. Quizá es muy prepotente por mi parte pensar que soy yo el último ser humano. Puede que sólo quedemos algunos y que mi misión en la vida sea encontrar a otros como yo. ¿Pero dónde? ¿Y cómo encontrarlos si cuando intento explorar me topo con un muro? Un muro invisible. Necesito respuestas, no puedo avanzar si cada paso que doy provoca nuevas preguntas sin responder. ¿Acaso tienes tú la respuesta? ¡Dime!
Tengo que dejar constancia en este diario de lo que ocurrió ayer. Veo que insisto en creer que fue ayer y no sólo hace unas horas o incluso unos minutos. Quizás eso signifique algo que ahora escapa a mi entender. Pero centrémonos en lo que quiero inmortalizar aquí.
Cuando volví en mí tenia la vista nublada. Me ayudé del tacto para soltar el cinturón. Me zumbaban los oídos, aunque en unos minutos esa molesta sensación desapareció. Tenía la boca pastosa y lo único que tenía en mente era beber agua. Era la prioridad absoluta en aquel momento, todo lo demás podía esperar. Es una de las razones por las que creo que pasé muchas horas inconsciente o durmiendo. La puerta del coche estaba abierta y retorcida por el golpe. El choque debió de ser muy fuerte. La visión se me aclaraba rápidamente. Me froté los ojos con cuidado, y busqué alguna lesión moviendo el cuello, los hombros, los codos, las muñecas, los tobillos y las rodillas. Todo parecía estar en perfecto estado. No sentía ningún dolor y no había rastros de sangre. No salgo de mi asombro. ¿Y si soy inmortal? Todo el mundo ha desaparecido de la forma más misteriosa, y sin embargo aquí estoy yo. Vivito y coleando tras chochar de frente contra un muro, que por muy invisible que sea ha convertido al Toyota en un acordeón. Veo que aún hay lugar para el humor. Visualizar un acordeón en lugar del coche me ha hecho gracia. Lo que no ha tenido ninguna gracia es tener un accidente que no he podido evitar. No había nada delante de mí, y de pronto el paisaje se ha solidificado y ha saltado sobre el coche.
Ahora que lo pienso, ni siquiera me duele el pecho. Llevaba puesto el cinturón y no ha saltado el airbag, aunque puede que el coche no lo leve equipado, quién sabe. El coche ha quedado completamente inservible y yo no tengo ni un rasguño. Lo único que he sentido tras despertar ha sido sed, mucha sed, ¿pero qué pasa con mi esternón o mis costillas?. Tengo los huesos como nuevos.
Una vez hube comprobado que estaba ileso salí del coche y me dirigí directamente al maletero. Lo abrí sin dificultad. Todo el contenido estaba revuelto. Cogí una botella de agua, quité el tapón y bebí durante largo rato. Parte del contenido cayó sobre mi camiseta, empapándola. Gemí de placer mientras bebía. Una vez aplacada mi sed decidí echar un vistazo al siniestro para tratar de entender lo que había ocurrido. No dejaba de comprobar cada parte de mi cuerpo, me costaba trabajo aceptar que no tuviese ni un rasguño. El cielo seguía enrojecido con lo que el entorno adquiría un aspecto amenazador.
El asfalto mostraba, como en una radiografía, los rastros que dejó el coche tras el golpe. Se encontraba a unos seis metros del lugar del impacto. Había rebotado hacia atrás y había dado un inesperado giro tras perder una rueda y la mayor parte de su estructura frontal. El capó estaba medio abierto, arrugado como un papel. Las entrañas del vehículo estaban desparramadas por la calzada. De haber sido un animal en lugar de una máquina seguramente habría vomitado al contemplar semejante carnicería.
En seguida busqué la razón del inexplicable accidente. Inexplicable porque el coche aún yacía en el carril central de la autopista y no había ningún otro vehículo en su trayectoria, ni siquiera una roca o el tronco de un árbol, el camino estaba completamente despejado. Pocos metros más adelante algo oscuro y turbio parecía interponerse entre mis ojos y el horizonte. Me acerqué sin prisa, observando el escenario del desastre. El golpe había sido fortísimo, pero basando lo ocurrido en mi percepción visual sólo podría asegurar que había chocado contra un muro invisible. Una idea inesperada surgió como un globo sumergido en el fondo del mar. ¿Y si había atropellado a un animal? Uno grande como una vaca, un caballo o un jabalí. Habría sido suficiente para producir la catástrofe que contemplaba frente a mí. Quizás el animal no murió y escapó de allí herido. Sin embargo no había ni rastro de sangre, pelo o cualquier otro resto de origen animal. La idea se desvaneció, aunque no por completo.
Creo que lo vi desde lejos, pero al principio a mi cerebro le costó aceptar que lo que estaba viendo era real y lo desechó en forma de borrón. Luego, tras un detallado examen visual la mancha se perfiló y tomó forma.
Había chocado contra un colosal muro pintado. Era tan alto que al mirar hacia arriba no fui capaz de discernir su final. Puede que el color de la pintura que representaba el cielo fuese exactamente del mismo tono rojizo que el cielo real. Eso haría su frontera imperceptible, como un brumoso horizonte en alta mar. Digo que el muro estaba pintado para poder dar una idea aproximada de lo que vi, pero la realidad era más compleja. Estando frente a la pared, podía ver cómo la carretera se alejaba en una perfecta perspectiva Si me movía a la izquierda o a la derecha la fuga de la pintura acompañaba mis movimientos. Ocurría lo mismo al acercarme y al alejarme. Tenía la sensación de estar mirando a través de un cristal, en lugar de observar un mural. La disonancia entre cerebro y visión me hizo tambalearme y tuve que frotarme los ojos para poder seguir mirando.
Ese juego visual que la pintura ofrecía tuvo cautiva mi atención durante largo rato, en el que estuve poniendo a prueba las dotes hipnóticas de aquella enorme pared. Cuando me cansé de esperar una respuesta que nunca llegó me acerqué con cuidado. En seguida pude distinguir la zona del impacto. La pintura en esa parte se había desprendido y la pared se había erosionado mostrando el material con el que estaba construida.
No era hormigón, ni piedra, ni yeso, ni ningún otro material del que normalmente están hechos los muros. Ni siquiera tierra o algo que se le pareciese. Su interior era fibroso, ligeramente húmedo, sin llegar a estar mojado. Parecía incluso orgánico, como el interior de un higo maduro. Pero en este caso las fibras eran mucho más pequeñas y eran de color azul. Entonces vino a mi memoria el moho que había visto en el filete de ternera caducado.
Extendí mi mano para tocarlo. Primero con la punta del dedo índice, para determinar su dureza y consistencia. El entramado de fibras estaba frío, y aunque era rígido reaccionaba a la presión de mis movimientos como si acariciase el fino pelaje de un cachorro. Añadí otro dedo, luego otro y finalmente la palma de la mano. El tacto era delicioso, resultaba difícil no quedarse allí el día entero. Era lo más placentero que había vivido desde el día de la desaparición. Fue su olor lo que me hizo retirar la mano. Al principio, absorto por la irrealidad de la situación no me di cuenta, pero cuando empecé a mover los diminutos filamentos con mi mano su olor se hizo presente. Entonces, un recuerdo de mi infancia me golpeó con fuerza, lanzándome a momentos del pasado completamente olvidados.
Mi hermana pequeña y yo volvíamos del parque. La llevaba de la mano, orgulloso de sentirme la persona más importante para ella en ese momento. Ella era mi responsabilidad, yo estaba a su cargo y tanto su seguridad como su bienestar dependían de mi. Al menos así lo vivía yo. Nunca tendría la oportunidad de preguntarle a ella por sus impresiones al respecto. La había llevado a recoger hojas de morera antes de la hora de la cena. Yo, al ser más alto, tenía más facilidad para trepar a los árboles y poder llegar a las hojas más tiernas. Ella recogía las hojas que le iba tirando y las guardaba en una bolsa de plástico. Cuando la bolsa estuvo llena me dijo que ya era suficiente. Bajé deslizándome por el tronco y emprendimos el camino de vuelta a casa.
Cuando mi madre nos abrió la puerta mi hermana salió corriendo hacia su habitación gritando mi nombre por el pasillo. Yo seguí sus pasos y cuando crucé el quicio de su puerta ya tenía la caja de zapatos en su regazo. La bolsa de hojas estaba abierta en el suelo.
Espera, ordené. Me dirigí a la ventana y la abrí de par en par. Una brisa suave inundó la estancia. Luego cerré la puerta y la corriente cesó. Mi hermana me miraba con los ojos abiertos como platos. Me senté junto a ella.
Con cuidado, le dije, ábrela con mucho cuidado. Ella siempre lo hacía así, pero yo no podía evitar llevar el control de la situación. Levantó la tapa de la caja de zapatos muy lentamente, enseguida se empezaron a escuchar los débiles crujidos que hacían los hilos de seda al romperse. Los primeros centímetros eran los más comprometidos, pero una vez se separaban los bordes de la tapa ya era más fácil abrirla del todo.
Levantó la tapa de cartón y le dio la vuelta. Había seda pegada aquí y allá. La mayoría de gusanos ya habían empezado a construir sus capullos, y las esquinas eran sus lugares favoritos. El ciclo aún no había concluido y había algunos gusanos que todavía no se decidían, por lo que teníamos que seguir alimentándolos. Era entonces, el momento en el que mi hermana descubría la caja, cuando nos invadía el olor. Ese olor que tanto odiaba mi padre. El mismo olor que desprendía el interior del muro mordido por las tripas del Toyota.
Pero allí no había ningún gusano, y la seda que yo conocía era amarillenta y no azul eléctrico. Además, por mucha fuerza que hiciera no era capaz de arrancar ni una sola de las fibras. No eran rígidas, pero sí fuertes y muy resistentes. Cogí uno de los hierros que la violencia del golpe había arrancado del coche. Lo agarré con firmeza con ambas manos y lo usé como un pico contra la maraña de filamentos. Intenté ensanchar la brecha pero fue en vano. Por lo visto hacía falta mucha fuerza para poder romper aquello. Desistí, con las manos enrojecidas.
Me separé unos pasos para contemplar el muro con perspectiva. Miré a izquierda y derecha y aquella extraña construcción parecía no tener fin. Al menos no un fin que la vista pudiera distinguir.
Cada vez que me pongo a escribir noto un enorme peso aplastando mi pecho. Es aquí, junto a mi cuaderno, cuando el mundo que me rodea se hace más presente y mis pensamientos se encabritan tratando de tirarme de la silla de montar. Caer al suelo significaría perder la cordura y entrar en lo más oscuro de mi propia mente, un lugar que he atisbado de reojo en el pasado y que sólo provoca sufrimiento y angustia, un lugar del que no sé si podría salir, no estando solo. Noto un fino hilo que me separa de la enajenación permanente. Camino de puntillas sobre ese hilo, buscando el equilibrio con los brazos extendidos para no caer al abismo. Y a pesar de que la escritura desata todas estas sensaciones en mi interior, necesito hacerlo. Casi más que comer, beber o dormir. Puede que sea el hecho de ordenar mis ideas sobre el papel la barra de equilibrio que necesito para seguir caminando. ¿Tú qué opinas?
He tratado de despertarme. Lo he intentado muchas veces, pero no lo consigo. Si uno está durmiendo y se da cuenta de que está soñando basta con tener el deseo de despertar para que así sea. Al menos eso creía yo. Sin embargo ya no me funciona. Hacerme daño físico tampoco. Me he pegado en la cara, con fuerza. Me he pellizcado hasta hacerme sangre en el brazo. Le he pegado puñetazos al muro y nada ha hecho que me despierte. Si esto es un sueño es sin duda el sueño eterno. No soy capaz de deshacerme de él. Y eso es lo que más miedo me da. Me hace plantearme si estoy equivocado y todos estos sucesos que he vivido los últimos días son la realidad de siempre. Una realidad pervertida y torcida que no conoce la marcha atrás.
Lo que he escrito más arriba sobre el muro pintado es realmente disparatado, pero si además tengo en cuenta lo que voy a describir a continuación entonces, la razón es algo de lo que ya no puedo valerme para seguir evaluando los acontecimientos que tienen lugar a mi alrededor. ¿Es posible vivir sin una valoración correcta del entorno? Sin ella no sería capaz de tomar decisiones basadas en mis propios intereses. ¿Hacia dónde me dirigirían mis pasos entonces?
Cuando volví al coche para tratar en vano de ponerlo en marcha, descubrí algo aterrador. Un escalofrío ha recorrido mi cuerpo ahora mismo, al recordar lo que vi. Dentro del coche todo parecía normal. Si incluimos en la normalidad que el vehículo estuviera destrozado y completamente inservible. Sin embargo, cuando salí para ver los desperfectos en el motor, me encontré con lo inesperado. Tenía la ingenua idea de que quizá, si echaba un vistazo bajo el capó, podría descubrir cómo reparar lo que no funcionaba y volver a poner el coche en marcha. Los destrozos eran tales que enseguida abandoné la idea. El golpe había arrancado multitud de piezas y aplastado muchas otras, era lógico que el Toyota hubiera muerto.
El aceite derramado, junto con otros líquidos que no pude identificar, formaban un charco sobre el asfalto. Había tizne azul por todas partes, sobre todo en las piezas seccionadas y las partes cuyo interior quedaba a la vista después del golpe. Al principio pensé que las fibras que componían el muro habían sido arrancadas por la violencia del accidente, pero pronto descubrí que no era así. Cada pieza, cada cable, cada trozo de plástico o metal que se había roto, presentaba en la parte cortada esas fibras azules. Al observarlo con detenimiento se podía comprobar que no eran partes arrancadas del muro, sino que formaban parte del interior de las piezas. Como si el coche entero estuviera hecho de ese extraño musgo y una vez endurecido, de alguna manera, hubiera sido pintado. ¿Un coche hecho de musgo? ¿De verdad he escrito eso? Me leo y me perturbo, pero no puedo escribir nada diferente, eso es exactamente lo que ha sucedido, al menos es lo que yo puedo percibir, sin poder asegurar que sea real o no esto forma parte de mi nueva realidad.
Confundido por los hechos decidí entrar en el coche. Me senté en el asiento del conductor y agarré con fuerza el espejo retrovisor. Tiré varias veces usando las dos manos hasta que conseguí arrancarlo. Miré la parte de la pieza que se había partido. Noté el corazón bombear con ímpetu en mi pecho. Allí estaban las fibras azules, saliendo del interior de plástico roto. Era húmedo, como las que encontré en el muro, parecía vivo, aunque quien sabe, mejor no pensar en eso. Lo lancé enseguida al asiento del conductor como si tuviese una tarántula en mi mano, horrorizado.
Azuzado por una mezcla de terror e ira salí de un salto. Miré en derredor y cogí del suelo una de las barras de hierro que habían sido parte del coche antes del accidente y golpeé la ventanilla de atrás con fuerza. El cristal estalló en mil pedazos, los trocitos cayeron al suelo y al interior del vehículo. En el aire quedaron revoloteando restos de partículas azules, como si el cristal estuviera hecho de un polvo muy fino. Pero no era polvo, eran trocitos minúsculos de fibras, deshilachadas una a una, que caían lentamente. Mi instinto me hizo taparme la nariz y la boca. No quería respirar aquello por nada del mundo.
Saqué la mochila, la llené con toda la comida que cupo y una botella de agua de dos litros. Me alejé corriendo de allí en sentido contrario al que había llegado. No había ningún otro coche a la vista, así que corrí y corrí. Sólo dos pensamientos gritaban en mi cabeza.
El primero era una repetitiva imagen de la que no conseguía zafarme: Aquel polvo azul entrando en mis pulmones. Escupía mientras corría, en un desesperado intento de expulsar de mi cuerpo algo que nunca había tenido dentro. El otro pensamiento era el agua que dejaba atrás, en el maletero abierto del coche. Había recorrido unos cien kilómetros, por lo que hacerlos andando me llevaría por lo menos tres días. ¿Sería suficiente una botella de dos litros? Esperaba que sí aunque la duda me corroía por dentro.
Súbitamente, el cielo volvió a su color habitual. Un azul oscuro intenso, como si sólo faltasen unos minutos para el anochecer. Paré mi carrera en seco. Miré arriba y giré sobre mis talones varias veces. El desconcierto fue total. Aunque de alguna manera algo se tranquilizó en mi interior. Tener un entorno más familiar me hizo pensar que todo volvía a la normalidad. ¿Y si al llegar a casa todo seguía como siempre? Calles atestadas de gente, de tráfico, ruido por todas partes y vecinos molestos. Cómo echaba de menos todo aquello, ni siquiera yo me reconozco a mí mismo. Es muy triste comprobar que ha hecho falta que el mundo se vuelva del revés para que yo empiece a conocerme. Estaba convencido de saber cómo era, siempre he estado muy seguro de ello y sobre esa seguridad he basado la mayoría de mis decisiones en la vida. Castillos en el aire. Nada tiene valor ahora.
Pronto oscurecería y no había luna a la vista, así que no tardaría en quedarme prácticamente ciego. Una de las opciones menos atractivas de cuantas había contemplado estos días parecía que se haría realidad. Iba a dormir a la intemperie en este nuevo mundo tan poco acogedor.
Sé que no tengo razones para tener miedo, pero no puedo evitarlo. Estar convencido de que yo soy el único habitante me aterra. ¿De qué habría de tener miedo? Nada puede hacerme daño, puesto que todo lo que me rodea son objetos inertes, como las piedras o los árboles. Quizá lo más terrorífico para un ser humano sea vivir alejado de toda forma de vida. El mundo que conocemos está basado en la vida, es la norma en todo lo que conocemos, la vida se abre camino con enorme facilidad. Si nos arrebatan eso no podemos entender nuestra propia existencia. Seguí caminando.
Pero, ¿y el polvo azul? Puede que haya nubes de esa sustancia arrastradas por el viento. ¿Y si me sorprenden en mitad de la noche y lo respiro? Mi juicio me dice que esos pensamientos son sólo eso, pensamientos paranoicos producto del miedo. Además, sigue sin haber ni rastro de viento alguno. No hay razón para pensar que algo así pueda ocurrir, pero ¿y si…?
Escribo estas líneas después de haber cenado una lata de garbanzos con chorizo y una barrita de cereales con chocolate. He bebido poca agua, por si acaso. El chocolate no ha sido buena idea, me ha dado mucha sed, pero soy un goloso sin remedio. Estoy apoyado en el tronco de un árbol, con la mochila entre mis piernas. Me he alejado unos metros de la carretera. No sé por qué, pero me siento más seguro aquí. Estoy decidido a volver a casa. Es lo único que deseo en estos momentos. Cuando legue allí ya veré. De momento sólo quiero estar en mi casa. Estar en mitad de la nada me hace sentir débil y expuesto. Espero conseguir dormir algo porque si no, la caminata de mañana puede hacerse muy dura.
Me siento como al principio. Nada ha cambiado. Me costó horrores reunir las fuerzas necesarias para abandonar la ciudad en busca de respuestas y lo único que he conseguido ha sido volver corriendo con el rabo entre las piernas. No soy un héroe y nunca lo seré, aunque tampoco lo pretendo, pero he de dejarlo bien claro. Además, un héroe lo es en comparación con otras personas, o según la opinión de ellas. ¿Acaso es posible ser un héroe cuando eres el único ser humano en la faz de la Tierra?
Espero no morir esta noche.
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