Nuevo Mundo | Día 2

Apenas he podido dormir. He debido de despertarme como veinte veces a lo largo de toda la noche. El silencio era tan intenso que a menudo se confundía con un gran zumbido que estuviera en todas partes. Un zumbido denso y opaco que no dejaba pasar ninguna otra cosa, era como un muro. No podía dejar de oírlo, nunca imaginé que el silencio pudiera ser tan escandaloso. Además, los acúfenos que padezco desde hace ya tantos años en ambos oídos me han acompañado toda la noche haciéndola aún más desesperante.

No he tenido el valor de levantar las persianas y mirar hacia la calle a ver si todo había vuelto a la normalidad. De alguna manera anoche me convencí de que al despertar todo sería como siempre, como si lo vivido ayer hubiera sido producto de un delirio mental. De ser así espero que sea pasajero y que no dure demasiado tiempo, no me gustaría descubrir que de la noche a la mañana me he vuelto loco. A veces la vida le pone a uno en situaciones de los más perversas. De las únicas dos opciones posibles que he sido capaz de elaborar en mi cabeza, ninguna de las dos es en absoluto atractiva: O el mundo se ha esfumado a mi alrededor como por arte de magia, lo que conllevaría dios sabe qué horribles consecuencias, o he perdido la cabeza.

Este último supuesto sería el más terrible de los dos. La locura ha estado presente en mis pensamientos desde la adolescencia, de hecho ha sido siempre la número uno, por encima incluso de la muerte. No me cansaré de repetir que la muerte es preferible a la locura se mire desde donde se mire. Es, a todas luces, la mejor opción. Con esto no estoy diciendo que me resulte fácil pensar en la muerte y mucho menos en el suicidio. Fantasear con la muerte me atormente igualmente y podríamos decir que ha condicionado mi vida en cierta manera. Morir me aterra y puede que, inconscientemente, sea una de las razones por las que he trabajado casi siempre desde casa y me he hecho una persona tan solitaria y casera. Esto no quiere decir que no salga a la calle, no soy uno de esos adolescentes japoneses con graves problemas mentales, pero no se puede discutir que la calle está llena de peligros potenciales que pueden llegar hasta la muerte con facilidad. Pero no estoy escribiendo para hablar de la muerte, esto sería el colmo. Aprovechar el terror que estoy viviendo estas últimas horas para ponerme a reflexionar sobre la muerte, sería lo menos aconsejable si es que quiero mantener la calma.

Me he levantado de una cama en la que parecía que hubiese tenido lugar una guerra y he desayunado, a oscuras, con las persianas bajadas. Al terminar me he puesto a escribir. Qué absurdo parece todo. Actúo como un demente. Quizá sólo me haga falta salir a la calle y darme cuenta de que mis pensamientos han estado jugándome una mala pasada. Como he dicho no soy un puto loco que no sale nunca casa, simplemente estoy bien en aquí. Me resulta penoso ver cómo me justifico ante mí mismo por un asunto así en este blog que nunca leerá nadie. Aunque puede que, dependiendo de cómo acabe todo esto, lo publique algún día, sería el primer texto en el que hable de mí sin esconderme. Voy a dejar entrar la luz. Escribir me sube la moral. Tengo que apuntar esto en algún sitio para no olvidarlo.

He pasado toda la mañana deambulando por una ciudad fantasma. Cuando vi por la ventana que las calles seguían desiertas salí para recorrer el barrio. Mi mayor angustia surge al tratar de racionalizar lo que mis sentidos me frecen. No hay manera posible de hacer desaparecer a todas las personas de una ciudad entera, no la hay. Podría debatir durante horas con quien fuera sobre el tema y nadie sería capaz de encontrar un modo viable. Incluso una operación semejante bien planificada y organizada llevaría días. No es posible poner de acuerdo a tantos miles de personas, la historia de la humanidad lo demuestra.

Cuando salí del portal no había ni un solo coche en circulación, ninguna tienda, ninguna cafetería, ningún negocio abierto. onseguí entrar en varios edificios que no estaban cerrados con llave. No había nadie ni en el vestíbulo ni en los pasillos. En uno de los hoteles a los que entré buscando a alguien cogí un paraguas que había en un paragüero y me lo llevé sin saber muy bien por qué. Me hacía sentir un poco más seguro tener mi mano fuertemente agarrada a algo, además era un buen paraguas y yo nunca he tenido uno. De repente me asaltaron pensamientos de situaciones que podrían darse si, inmerso en la soledad de las calles, un perro rabioso o cualquier tipo de animal pudiera salir a mi encuentro. Siempre he temido a los perros, es un problema con el que he tenido que aprender a vivir. Así que salí del hotel, paraguas en mano, como si fuera un distinguido caballero del siglo XIX con su bastón de madera de castaño. Luego me cansé de llamar puerta por puerta a lo largo de varias calles. Mi desesperación me hizo patear alguna de ellas, aún con el temor de creer que alguien pudiera salir del interior de la vivienda para hacerme daño. Desde la calle rompí varias ventanas a pedradas, esperando que alguien saliera a gritarme. Nada. Fue divertido. Puede que inconscientemente esté tratando de encontrar formas pueriles de evadirme del miedo que se ha instalado en mí. Tirar piedras y romper cosas ayuda, pero dura poco su efecto.

Finalmente reuní el valor suficiente para entrar en una casa situada en una planta baja. Me tomé mi tiempo, voceé a través del cristal roto varias veces antes de decidirme a entrar. O no había nadie dentro o no daban señales de vida deliberadamente. Fuera lo que fuese entré aferrado al paraguas con ambas manos. Una vez dentro noté cómo las piernas me fallaban. ¿Qué estaba haciendo en el interior de una casa ajena armado con un paraguas? ¿Cómo podían haber cambiado tanto las cosas en dos días? Noté la sangre bombear con fuerza a través de mi cuello y mis sienes. Estaba en el salón de una familia desconocida, si me descubrían allí tendrían todo el derecho del mundo a sacarme a patadas. Quizá no era la mejor manera de encontrar a alguien, pero ya estaba dentro.

Recorrí toda la casa, no había nadie. Parecía que hubieran estado allí minutos antes. La nevera contenía comida fresca, la leche no estaba pasada y la fruta estaba madura, en perfecto estado. He de confesar que me comí una cuantas cerezas. Ya puedo decir que he robado por primera vez en mi vida. Aunque debería haber contado el paraguas antes que las cerezas. Al escupir el último hueso en mi puño hueco me di cuenta de que no debería haber estado allí, así que tiré los huesos a la basura y me fui tan sigilosamente como había venido. Al volver a la calle el silencio seguía dominando, zumbando en mis oídos. Me quedé unos segundos parado, frente a la calzada, viendo los semáforos dirigir un tráfico inexistente, y al observar esta escena durante un rato un escalofrío me recorrió por dentro. Me giré bruscamente, con el paraguas en alto y la respiración agitada. Detrás de mí no había nadie, sólo mi reflejo dibujado en la puerta del portal. El terror me invadió de nuevo y, sin pensarlo, salí corriendo camino a casa.

He vuelto a bajar las persianas, no soy capaz de tener en casa una ventana a un mundo muerto. Mañana intentaré hacerme con un coche y ver qué está pasando fuera de la ciudad. Quizá toda esta locura esté ocurriendo solo aquí, ¿quién sabe?. Esta noche tengo que conseguir dormir como sea o mañana todo parecerá aún más extraño. Voy a cenar.

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