III Despertar -1

1

El sonido de las cuerdas de los violines al vibrar tranquilizó a Esteban. Durante unos segundos se quedó tendido en el suelo, disfrutando de la música de Mozart, que le relajó profundamente, llevándolo a tiempos pasados al recordar sus clases de violonchelo. Le pareció oler el denso olor a madera vieja que se respiraba en el conservatorio, el sonido de los tacones de la señorita Weist al caminar sobre el parquet. Una dulce escala de la viola indicó que la entrada del violonchelo era inminente. Cuando el arco frotó sus cuerdas, Esteban respiró hondo y sonrió. Al expirar comenzó a toser estruendosamente, y la música se esfumó con cada convulsión. Abrió los ojos en un esfuerzo por tomar aire y no ahogarse, y al hacerlo un pinchazo le recorrió el tórax. Se llevó las manos al pecho dolorido mientras se incorporaba tratando de sentarse en el suelo.

Un resplandor intermitente iluminaba la habitación, como un fluorescente antes de fundirse. El relampagueo provenía del exterior y se colaba por el enorme ventanal, produciendo una tímida luz muy inquietante. Recorriendo la superficie del cristal de la ventana, se sucedían densas descargas eléctricas, que se materializaban en rayos irregulares de un tono azul intenso. Las descargas aparecían durante escasos segundos, se dilataban formando arcos de pocos centímetros y desaparecían con un zumbido seco que daba paso a otra descarga de menor intensidad.

Los gritos de Rais llamaron la atención de Esteban, que seguía aferrado a su pecho sin parar de toser. Giró la cabeza hacia ella y la vio sentada, con la espalda apoyada en la pared. La mano derecha agarraba con fuerza su otro brazo, que tenía pegado al estómago. Su gesto proclamaba el enorme dolor que padecía. Chorros de lágrimas bañaban sus mejillas. De un brinco y con la mano aún sobre su pecho, Esteban se acercó a ella.

—Me duele mucho —le comunicó Rais entre sollozos—, creo que me he roto el brazo.

—A ver— respondió Esteban, sin saber muy bien qué es lo que tenía que ver.

Se inclinó sobre ella con cuidado y observó el brazo herido sin tocarlo.

—¿Seguro que te lo has roto? —preguntó— Yo no veo nada raro, no parece torcido ni sobresale ningún bulto extraño. ¿Me dejas que lo palpe? Así podré ver si está roto o no.

—No, no, por favor —suplicó retirando el brazo de Esteban cuanto pudo—. Me duele muchísimo.

—Está bien, tranquila. Toma, ponte esto de cabestrillo.

Se quitó la corbata deshaciendo el nudo, luego la ató por los extremos y se la colgó del cuello a Rais.

—Gracias. Con cuidado.

Al colgar el brazo sobre la corbata, Rais chilló de dolor. Tardó un rato en acomodar el brazo lo mejor que pudo y se quedó allí sentada sin dejar de protegerlo con la otra mano.

—¿Estáis todos bien? —gritó Sesseg, sentado también en el suelo.

Acababa del volver en sí y aún miraba aturdido a su alrededor, intentando ubicarse. Toda la parte derecha de su cara estaba raspada y enrojecida, quemada probablemente al arrastrase por la moqueta.

—Sí, estoy bien —respondió Hery mientras intentaba abrir la puerta pegando fuertes tirones—. Esta maldita puerta no se abre.

Sesseg se acordó de la cámara de vigilancia que había sobre la máquina de agua. Se levantó como pudo, tambaleándose, y se plantó delante del objetivo. Comenzó a hacer aspavientos con los brazos, mientras llamaba en voz alta a las personas que suponía les estarían observando desde el otro lado de la línea.

Cuando paró, dolorido por los golpes que había sufrido, descubrió a Seb tirado bocabajo, inmóvil, junto a la ventana. Se apresuró a socorrerle y se arrodilló junto a él.

—Oye —le llamó mientras lo zarandeaba con cuidado.

Seb permaneció inerte. Sesseg se quedó mirándolo fijamente, observando su espalda, que se levantaba lentamente y luego volvía a bajar. Daniella se acercó y trató de darle la vuelta, pero no le resultó fácil.

—He visto que respira —dijo Sesseg mientras la ayudaba.

—¡Seb! —llamó Daniella tras leer su chapa de identificación— ¡Despierta!

Mientras, Sesseg revisaba su cabeza en busca de la causa de su inconsciencia.

—No parece que tenga ninguna herida —dijo—. Se tendría que despertar, ¿verdad?

—No lo sé.

Daniella decidió que lo mejor sería hacerle volver en sí, así que le abofeteó procurando controlar la fuerza de los golpes. Su iniciativa no consiguió sacar a Seb de su letargo, así que repitió la acción varias veces más, dejando prudentes intervalos de tiempo entre cada bofetada.

—¡Basta! —le ordenó Sesseg mientras la sujetaba por la muñeca— Le vas a hacer daño. Ya se despertará, dejémosle unos minutos.

—Dicen que cuando has sufrido un accidente, lo mejor es no quedarse dormido —se defendió ella.

—Sí, pero él ya lo está, y no se despierta. Solo podemos esperar a que lo haga solo.

Esteban se acercó a Hery, que seguía luchando por salir de la habitación, e intentó abrir la puerta agarrado del pomo mientras descargaba toda su fuerza.

—Yo creo que está cerrada con llave —le advirtió Hery apoyando las manos en las rodillas.

—¿Por qué iban a cerrarla con llave? No tiene sentido —dijo, y siguió forcejeando—. Seguramente hayan caído escombros tras la puerta y esté bloqueada.

—Sí, es posible.

—¿Hola? —gritó Esteban con la cara pegada al resquicio de la puerta—¡Estamos encerrados! ¿Alguien me oye?

—No hay nadie —explicó Hery, con un tono impertinente que Esteban no se tomó bien.

—¡Abran la puerta! —insistió, haciendo caso omiso de las suposiciones de Hery— ¡Aquí dentro hay gente herida! ¡Ayúdennos, por favor!

Daniella se acercó agitada a Esteban y se unió a las súplicas de ayuda, gritando a través del hueco que formaban sus manos. Hery volvió a la carga, pero esta vez dando patadas a la puerta, que parecía empeñada en no ceder. Después de muchos golpes, se alejó varios metros y cruzó los brazos sobre el pecho, como un vampiro durmiente.

—Apartad —ordenó.

Esteban y Daniella se apartaron rápidamente al ver la cara de Hery. Éste corrió hacia la puerta con fuerza, y antes de chocar giró su cuerpo y embistió con el brazo pegado al cuerpo. La puerta no se inmutó y Hery salió despedido en dirección contraria. En el suelo se agarró el hombro en un gesto de dolor.

Mientras tanto, Tasya, estaba de pie frente al ventanal mirando estupefacta. Sostenía un pañuelo ensangrentado con una mano, y lo apretaba contra su boca. Las chispas sobre el cristal parecían ser ahora menos frecuentes, pero aún podían contarse por decenas.

Sesseg se acercó por detrás.

—¿Te encuentras bien? —preguntó mientras la examinaba con la mirada.

Ella no respondió y siguió mirando hacia el cielo, con la vista perdida en el infinito. En sus ojos se reflejaban los destellos eléctricos del cristal y la luz de la calle que vibraba como en una película antigua.

—Déjame ver —y le retiró con delicadeza la mano de la cara.

Tenía el labio inferior partido en una fea herida, de la que seguía brotando sangre. Tasya volvió a presionar la herida con el pañuelo.

—Te has partido el labio, pero se curará —dijo intentando no asustarla.

—¿Has visto el cielo? —le preguntó ella, obnubilada, sin parpadear.

Él, extrañado, dirigió su mirada al exterior. Observó como la luz iba y venía, el cielo se encendía y apagada varias veces por segundo, parpadeaba. El sol iluminaba la ciudad desde todas partes y desde ninguna, las sombras de los edificios barrían con rapidez las calles, una y otra vez, incansables. Sesseg no daba crédito a lo que veían sus ojos, y durante un instante creyó estar aún luchando por despertar de la inconsciencia de hacía unos minutos. Giró la cabeza hacía el interior de la habitación al sentir la necesidad de tener que sujetarse a algo real. Allí permanecía el caos que dejó a su paso lo que creyó que había sido un terremoto.

Se encontraban en la planta setenta y seis de aquel gigantesco edificio. A esa altura, por muy robustos y grandes que fueran sus cimientos, las consecuencias de un terremoto aunque fuera leve serían devastadoras. Sesseg pensó que era milagroso que el edificio no se hubiese partido en mil pedazos. Ver todas las sillas revueltas y esparcidas por la sala, el estado en el que había quedado el techo y, sobre todo, el aspecto de muchos de sus compañeros, le hizo fantasear sobre las vueltas y los golpes que tuvieron que sufrir contra las paredes, el suelo y probablemente entre ellos. Se pasó una mano por la zona quemada de su cara y se sorprendió de haber sufrido sólo unos rasguños, cuando podría haber muerto aplastado contra una pared o golpeado en la cabeza por alguna silla que volase por el aire, descontrolada. Al volver a mirar por la ventana esperó que las vistas fueran el paisaje habitual de su ruidosa ciudad, iluminada por el sol de la mañana. Sin embargo, la visión estroboscópica del mundo seguía allí, intermitente, acelerada.

—Pero qué… —murmuró Sesseg, pasmado por la visión.

No era capaz de interpretar lo que veía, su raciocinio e inteligencia luchaban por alcanzar una explicación al fenómeno que se estaba produciendo tras la ventana; pero su esfuerzo fue en vano. Siempre se había considerado una persona racional, y la razón era la única herramienta de la que disponía Sesseg para intentar comprender el mundo. En esta ocasión no había razonamiento posible que explicase lo que estaba sucediendo, y pronto se sintió agotado por el esfuerzo que realizó para encontrar una justificación. La frustración fue tal que le entró pánico, se vio encerrado en una habitación situada entre el sueño y la vigilia. Y entendió que era incapaz de avanzar en una u otra dirección. Esa certeza le quitó el aire de los pulmones, y fue entonces cuando creyó que iba a morir. Hincó las rodillas en el suelo, hundió la cabeza entre los hombros y cerró los ojos intentando huir de la realidad que no quería aceptar. Vislumbró entre sus agotados pensamientos dos puertas, una, pequeña y gris, cerrada y difícil de derribar, tras la cual se encontraba el mundo real, el mundo en el que había nacido y vivido durante tantos años. La otra puerta era grande y transparente, y a través de ella se veía un mundo infinito de sueños y fantasías, lleno de moldeables posibilidades, tan atractivo como desconocido. El impulso de lanzarse a través de la puerta de las fantasías le golpeó con fuerza, pero apretó los dientes y en un último esfuerzo abrió los ojos y se incorporó, decidido a abrir la puerta que les mantenía encerrados, la puerta que pondría fin a la pesadilla que estaba viviendo.

Se acercó a la salida, junto a Hery, Esteban y Daniella, que seguían arremetiendo de forma desordenada contra la puerta.

—Ayudadme —pidió Sesseg—. Empujemos todos a la vez, si hay algo detrás de la puerta, quizá logremos moverlo un poco.

Los cuatro apoyaron sus manos, y a la señal de Sesseg empujaron con todas sus fuerzas. Los gruñidos y bufidos involuntarios acompañaron las caras enrojecidas por el esfuerzo, pero la puerta no cedió lo más mínimo. Al dejar de empujar, Daniella sintió un pitido agudo en los oídos, y un centenar de puntitos de colores le ofuscaron la vista. Se tambaleó mientras extendía los brazos intentando mantener el equilibrio y se desplomó.

—¡Daniella! —exclamó Esteban aún más asustado.

Se agachó y metió la mano bajo su nuca para incorporarla. Al instante sintió como se empapaba en un líquido caliente y denso. Sacó la mano llena de sangre.

Buscó la herida apartando los mechones de pelo empapados de la parte posterior de la cabeza de Daniella. Encontró la fuente del brote, que por suerte era un pequeño punto, producido probablemente al golpearse con el borde de una silla o la esquina de la mesa durante los temblores. Tenía toda la espalda chorreando, pero el color oscuro de la chaqueta había camuflado la hemorragia y nadie se había dado cuenta.

—Traed un vaso de agua —ordenó Esteban sin titubear.

Sesseg corrió hacia la máquina de agua que estaba tendida en el suelo, la levantó y colocó encima la garrafa que estaba casi entera. Sirvió un vaso y se lo dio a Esteban, que sostenía a Daniella en su regazo. Al humedecerle los labios, Daniella pareció volver lentamente en sí, y antes de retomar la consciencia del todo comenzó a beber. Se llevó la mano al vientre y la dejó allí, protectora.

—Los móviles —exclamó Hery de repente, mientras sacaba el suyo del bolsillo.

Después de pulsar rápidamente el teclado, se llevó el aparato a la oreja y esperó ansioso. Un débil ronroneo llegó a través del altavoz.

—¿Hola?… ¿emergencias? —gritó inquieto.

Pero la única respuesta fue un incesante zumbido eléctrico.

Rais salió por un instante del mundo de dolor en el que le tenía sumido el brazo y miró a Hery esperanzada, deseando escuchar que los equipos de emergencias estaban en camino.

—No tengo línea —explicó Hery con el gesto desencajado.

—Estarán saturados tras el terremoto —dijo Sesseg—. Los servicios de emergencias, quiero decir. Llamaré a casa…

Intentaron hacer diferentes llamadas, pero todos obtuvieron la misma respuesta, una interferencia.

—Serán esas chispas de los cristales —murmuró Tasya, que seguía pegada a la ventana.

—¿Qué chispas? —preguntó Hery mientras se giraba hacia ella.

Daniella, Esteban, Hery y Rais, que también se había vuelto hacía Tasya, se quedaron pasmados al ver el espectáculo del exterior, enmudecieron, y el teléfono de Hery cayó al suelo.


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